La celebración de la festividad del día de la Verge, “Mare de Deu de Desamparats”, nos induce a hacer una reflexión.
Paseando por las calles de algunos barrios de Valencia observamos numerosos emigrantes y conciudadanos deambulando y mendigando. La imagen no dignifica a nuestra ciudad y no es una cuestión banal. Es incuestionable que se debe aplicar una política común dentro del marco de la Unión Europea para resolver el problema que genera la corriente migratoria de personas indocumentadas. Frecuentemente son noticia la arribada de pateras y la entrada en España de personas merced a la actuación de mafias desaprensivas. Los centros de acogida son insuficientes y se hacinan personas, sin controles sanitarios y con una situación económica muy precaria.
Transitando por nuestra ciudad podemos contemplar la escena que nos ofrece las puertas de la Basílica de la Virgen, la calle del Miguelete, la calle de la Barchilla, la “Porta dels Ferros” de la Catedral, la plaza la Reina, las entradas de la iglesia de San Martín, tramos de la calle de San Vicente, aceras de la plaza del Ayuntamiento, la calle Colón, etc., imágenes que en nada dignifican a Valencia. No son un retrato del pasado sino del primer tercio del siglo XXI, tiempo en el que debe presidir e imperar una conciencia social más avanzada. Prevenir es tan importante como remediar.
Actualmente, la indigencia, la mendicidad y la falta de ayudas sociales para las rentas de reinserción es un mal que afecta a muchos de nuestros conciudadanos y que no deben ser ajenas a nuestros regidores locales -Joan Ribó y Mónica Oltra- ya que son de su incumbencia y consecuentemente deben velar para reducir esta lacra social, no con gestos sino con medidas pertinentes.
El gobierno de la nación acude con frecuencia a facilitar el traslado a otras comunidades autónomas para dispersar la población. Valencia es un punto de destino de bastantes colectivos marginados y desprotegidos que llegan a nuestro territorio.
El presidente Pedro Sánchez no resolverá el problema ni con una sonrisa ni con talante; lo que le falta es de lo que presume: ideas y compromiso. El gobernante no debe escucharse así mismo, sino a la voz de la ciudadanía.
La diversidad de clases sociales, como la diferencia de oficios y beneficios, es fruto de la natural desigualdad del género humano. La autoridad civil está obligada por delegación a tener en cuenta esta desigualdad en los respectivos órdenes de la actividad humana y velar por la convivencia. El bien de los hombres y la dignificación de las ciudades competen a la autoridad política que debe poner a disposición los medios suficientes y dictar la legislación adecuada con el fin de conseguir mayor salubridad en la ciudad.
Juan Luis Vives (1492-1540), humanista valenciano, en su tratado De subvencione pauperum -Del socorro de los pobres- ya abordó esta cuestión al tratar el tema de la pobreza, la indigencia y la inmigración.
Para nuestro filósofo universal, la beneficencia pública es una función social. Propone medidas para solucionar el problema del pauperismo al que califica de epidemia social. Preconiza que la autoridad intervenga para contribuir a resolver los problemas. Asevera que incumbe al poder público practicar y regular la beneficencia. El Estado, autoridad pública, debe procurar por toda la sociedad. La pobreza, la enfermedad, la miseria y la inmigración no es cosa que puede ser descuidada por los administradores de la “res-publica”, responsabilizándolos de no dictar oportunamente las disposiciones adecuadas para el buen gobierno del pueblo y exclamó: “¡Cuánto menos necesaria sería la penalidad, si la previsión hubiera sido otra!”.
Vives propone remedios prácticos para acabar con la plaga de la pobreza. Sostiene que el Estado y los municipios deben intervenir activamente: “sepan los regidores que los problemas de esta índole son de su incumbencia” y “nada hay tan libre en su república que no esté sujeto al conocimiento de los que gobiernan”. Atribuye, también, a la autoridad pública la obligación de velar para que no haya ociosos y procurar trabajo a los ciudadanos según su condición y sus aptitudes.
Juan Luis Vives, en el último capítulo de su tratado De subventione rerum, constata las ventajas que se derivarían de la aplicación de estos consejos o medidas: un gran honor a la ciudad, reducción de robos, maldades, latrocinios, delitos y crímenes, mayor quietud y concordia pública, sentido humano y mayor dignidad de vida, amén de una conciencia pública con mayor libertad.
Nuestro autor con sus exhortaciones pretendía que las autoridades tomaran conciencia de la magnitud del problema. Su intención, con la denuncia pública, era que “salieran de la miseria”, a fin de que sean reputados como hombres. Entendía que “no solamente son pobres los que carecen de dinero, sino cualquiera que está privado de salud, o carece de ingenio y juicio”. La función del Estado es prevenir y velar porque el número de ciudadanos que padecen estas vicisitudes sea el menor posible. Medidas que sería conveniente que llevaran a la práctica nuestros gobernantes en el momento actual y que no fueran sólo promesas electorales.